Viernes noche. Un par de cervezas compartidas con amigos al salir del trabajo. Un paseo con la perra. Infinidad de pensamientos pululando por mi cabeza. Nada nuevo. Otro día.
Un día cualquiera
Hoy me he levantado a las 6:15 de la mañana. Sin necesidad. Podría haberlo hecho perfectamente un par de horas más tarde, ya que aún me quedaban tres horas para entrar a trabajar y vivo al lado de mi trabajo. Pero el insomnio es lo que tiene. Y estar en cama despierto ¿para qué? En compañía es diferente.
Hay canciones
(Imagen de @pas_and_in)
Hay canciones que se vuelven para siempre personas.
Algunos recuerdos se convierten en tatuajes.
Lugares reconvertidos casi en altares.
Manchas y recuerdos
Hoy el día está caluroso y he decidido vestirme la camisa de lino blanca. Hace tiempo que no la uso y cuando he ido a ponérmela he visto una mancha sobre el bolsillo izquierdo. Parece ser que el lavado de la lavadora no fue suficiente para quitarla.
Intensa
Soy intensa…
No lo puedo evitar.
Soy intensa cuando hablo.
Soy intensa cuando callo.
Y soy intensa hasta al respirar.
Feliz no-cumpleaños
Hoy sería tu cumpleaños. Pero ya no estás, así que no hay nada que celebrar. Tu primer no-cumpleaños. Otra primera fecha señalada sin ti. Otra de tantas que ya pasaron y de las que aún faltan por pasar. Todas esas primeras veces sin ti que voy pasando, poco a poco. Con el paso lento y el corazón encogido.
La silla del ángel
Hoy comparto un texto un poco más largo de lo que os tengo acostumbrados. Es un relato que escribí para un concurso literario que, obviamente, no gané. Fue escrito a la carrera -el plazo era de 48 horas desde que daban la premisa- en una madrugada de sábado de insomnio y parte de la mañana del domingo. El plazo de entrega expiraba a las 12 de la mañana y yo lo finalicé media hora antes. Al límite, como viene siendo habitual en mí. Sin apenas corregir y a lo loco. Como la vida misma. Pero no quería dejarlo en el tintero. Espero que os guste.
Ojalá otra vez

Ojalá oír de nuevo tu voz
susurrándome al oído
que todo va a estar bien.
Ojalá sentir tus manos
con dedos hambrientos
recorriendo mi piel.
Ojalá tus labios
inflamados de pasión
sobre cada recoveco de mi cuerpo.
Ojalá sentir tu mirada
anegada en deseo
comiéndome a besos.
Ojalá ver tu sonrisa
iluminándolo todo
y perdiéndome en ella.
Ojalá…
tú aquí a mi lado de nuevo.
(Imagen de Erick Mayorga en Pixabay)
«Bartleby, el escribiente» de Herman Melville
TÍTULO: Bartleby, el escribiente
AUTOR: Herman Melville
EDITORIAL: Eneida
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Rosas y espinas
Autora de la imagen: Atteneri Monroy
Se llamaba Rosa y él solía decirle que hacía honor a su nombre: era la flor más bella, aunque también tenía sus espinas.
Desde el inicio de su relación, las rosas fueron su nexo, su refugio, su ilusión. A menudo él llegaba a casa con una rosa rosa para demostrarle su amor (decía). Cada aniversario, cada cumpleaños, cada fecha señalada, las rosas nunca faltaban.
A medida que iba pasando el tiempo y los años, la cantidad de rosas iba aumentando. Enormes ramos cada vez más grandes. Al igual que los malos ratos, las borracheras, las infidelidades, los insultos, las palizas… Con enormes ramos de rosas él le pedía perdón.
Su vida transcurría viendo marchitarse cantidades ingentes de flores. La casa llena de pétalos caídos. Los jarrones esparcidos llenos de agua putrefacta.
El último ramo traía ni más ni menos que 24 rosas. Una por cada año compartido. Una por cada año perdido. Una por cada cicatriz. Pero ella no quería llegar al cuarto de siglo.
Él jarrón lucía lleno de esplendorosas rosas cuando él salió de nuevo, como cada noche, buscando otras flores. Ella las cogió con las manos temblorosas pero con cuidado. Una a una arrancó cada flor de su tallo y con aquel manojo se fue a su cuarto. Bajo la sábana esparció uno a uno cada tallo con espinas, bien colocadas ocupando todo el lado derecho del colchón. Parecía la cama de un fakir.
Cuatro horas más tarde le oyó llegar, dando tumbos. Ella, en silencio como siempre, pero con el corazón en la boca, se hizo la dormida. Él consiguió quitarse la ropa a duras penas y se dejó caer en la cama como un saco. El alcohol lo tenía tan anestesiado que ni sintió las espinas clavándose en cada poro de su piel. Resopló y se dejó caer en los brazos de Morfeo, ebrio como siempre.
Ella se levantó con cuidado y cogió la maleta que había dejado escondida tras el sofá de la sala. En silencio salió de la casa. Al día siguiente, cuando llegó la policía se encontraron una imagen dantesca. El hombre yacía inerte sobre una sábana teñida de rojo. Su cuerpo lleno de pequeñas heridas. Casi imperceptibles, pero mortales. A pesar de todo, había tenido una dulce muerte.