Las tapas eran de símil piel color granate con unas preciosas flores grabadas en un brillante dorado que no había conseguido deslucir después de tanto tiempo. También los bordes de las hojas lucían de un dorado impoluto haciendo que pareciese un libro majestuoso. Lo único que daba muestra de su antigüedad era el ribete de la solapa donde estaba situada la cerradura que daba privacidad al diario. Salpicaduras de óxido le otorgaban el toque decadente.
Nada de su exterior haría suponer el horror que guardaba dentro de sus páginas. Nadie podría imaginar que aquella belleza externa era una puerta al infierno.
No recordaba cuándo había escrito aquel diario. Ni siquiera recordaba haberlo escrito. Cuando lo abrió y leyó la fecha en la primera página comprobó que habían pasado ya tres décadas. Y, casi milagrosamente, aquel diario había sobrevivido a todas sus mudanzas. Entre libros y papeles había viajado de casa en casa. Con sus páginas intactas. Sin abrirse. Sin leerse. Hasta ese momento.
Aquel diario contenía amor y contenía dolor. Había abierto la caja de Pandora. La caja de los truenos. El monstruo había salido de su jaula y ya era imposible volverlo a encerrar. El genio no volvería a la botella.
Palabras escritas con una caligrafía meticulosa describían el dolor hasta hacerlo palpable. Y a medida que el horror se iba esparciendo a lo largo de las hojas, la caligrafía se iba haciendo más irregular, como testigo mudo del miedo.
Infinidad de sentimientos se agolpaban entre las letras. Miedo. Dolor. Rabia. Ira. Rencor. En realidad podía ser el pasaje de una novela atroz, de esas que te dejan con un extraño sabor de boca, que te hacen subir el corazón a la garganta y te aprisiona y te ahoga. Una de esas historias que nunca deberían ocurrir en la realidad.
Cuando acabó la lectura de aquellas páginas olvidadas, no supo qué hacer. No entendía qué hacía aquel diario entre sus cosas. No quería volver a leerlo. Le había hecho revivir el pasado y no quería volver a hacerlo. No. Nunca más. Así que arrancó las hojas, una a una. Primero despacio, con miedo; luego apurada, con rabia. Y cada página la rompió en mil pedazos, tan pequeños que no se podía distinguir ni una sola palabra entera. Tan solo letras sueltas. Nada que pudiese dejar huella. Nada que pudiese volver a producir dolor.
Fue una especie de catarsis. Una liberación. Como si se hubiese deshecho de una mochila que llevaba cargando toda su vida, aunque no era realmente consciente de su peso. Y lloró. Y rió. Y respiró. Le había dicho adiós a los monstruos para siempre.