Anoche me sentí la princesa del cuento.
Una Cenicienta moderna.
Llegando a casa al filo de la medianoche.
Un minuto antes de las doce.
Una palabra puede cambiarlo todo. Lo difícil es encontrar las palabras adecuadas.
Anoche me sentí la princesa del cuento.
Una Cenicienta moderna.
Llegando a casa al filo de la medianoche.
Un minuto antes de las doce.
Dime, ¿acaso sabes tú a dónde va la esperanza cuando se va para siempre?
Acaso a llenar otras vidas y otras mentes.
No te vayas…
Lo digo en voz baja, pero la frase queda prendida de un hilo en la comisura de mis labios. Un hilo que conecta con el corazón. Quizá me iría mejor si conectase con el cerebro.
Ya llegó la primavera. Ya es primavera. Ya luce la primavera. Pero no me parece primavera.
Ya lucen las flores y los días son más largos, pero yo me siento en pleno invierno. Los pájaros cantan, pero no lo hacen alegres. Su canto suena triste, lastimero, apagado, sin pasión.
Debería haberme dado cuenta de que lo nuestro no funcionaría
cuando te vi aparecer con pantalón de chándal y camisa.
Cuando en vez de café pediste té con sacarina.
Me deleito en el placer de pensar que todavía me piensas.
Que me recuerdas y te preguntas qué será de mí.
Que me imaginas en otros brazos y sientes el vacío en tus propias manos.
La última vez que le vi nos despedimos con un simple beso en los labios. Uno ligero, de esos que dicen «hasta luego». Sin la pasión que tienen los besos con sabor a despedida.
Esta mañana, haciendo la cama, me he puesto a llorar.
La culpa es de la almohada, ese compañero traicionero, que al ahuecarlo hace patente tu ausencia.
Me quedo con las palabras que nunca me dijiste.
Con todos los besos que nunca me diste.
Con las canciones que conmigo no compartiste.
Lo he hecho. De una vez por todas he decidido que había llegado el momento. Ahora o nunca. Sin dilación. He decidido arriesgarme. Echar un pie adelante, cruzando esa línea hasta ahora infranqueable.