Es la hora

Reloj pintado

(Imagen de Robin Wolff en Pixabay)

Cada mañana para ir al trabajo cogía el tren de cercanías. Apenas media hora de trayecto en el que aprovechaba para leer, escuchar música, navegar por internet, interactuar en las redes sociales… Siempre con el móvil en la mano y los auriculares en los oídos. El mundo en su cabeza. Nada más a su alrededor.

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Botas de barro

Bota cuero viejo

Se remangó los pantalones, para no salpicarlos con el barro al cruzar el barrizal que cubría parte del camino. Sus botas, estilo militar, tenían una gruesa suela, así que no había problema. Avanzó con paso firme pero lento, con cautela, como pisando huevos. La suela de la bota se hundió en el barro y por un momento estuvo a punto de perder el equilibrio al pisar sobre terreno resbaladizo. Avanzó otro par de pasos, despacio y comenzó a sentir cómo su corazón se aceleraba con cada nueva pisada sobre aquel terreno fangoso.

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Viernes 13

Betty Boop

Salió apurada de casa. Llegaba tarde a la reunión, y eso que la había convocado ella. La falda de tubo que se había puesto le apretaba más de lo habitual (las comidas navideñas le habían pasado factura) y andaba con cierta dificultad. Apuraba el paso para cruzar el paso de peatones antes de que se  pusiese en rojo el semáforo cuando uno de sus tacones quedó enganchado en una rejilla. Estuvo a punto de caer estrepitosamente en la acera pero milagrosamente mantuvo el equilibrio y pudo evitarlo. Aún así, no pudo evitar que el tacón se soltase de la base del zapato cuando quiso desengancharlo. El «crash» que oyó no parecía nada bueno. Uno de sus Jimmy Choo acababa de perecer. Pintaba mal. Parecía que esa mañana los astros se habían confabulado en su contra. Ya no llegaría a la reunión, así que llamó a la oficina para posponerla para la tarde.

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Viejas fotos

Cómic caras

Nada más salir del portal encendió un cigarrillo. Comprobó, con desánimo, que era el último que quedaba en la cajetilla. La arrugó entre sus dedos y se dirigió hacia el contenedor que había a escasos metros. A esas horas estaba ya a rebosar, esperando que el servicio de limpieza viniese a vaciarlo. Alrededor del pobre y destartalado receptáculo, se apilaban algunas bolsas, con parte del contenido vertido en el suelo. Algo llamó su atención. Entre lo que parecían restos de viejas fotografías rotas, Amaia recuperó un pequeño pedazo que hizo que un escalofrío le recorriese el cuerpo, a pesar de las altas temperaturas que todavía había a esas horas de un caluroso verano.

Se reconoció en aquel retazo de fotografía. A pesar de la mala calidad, podía distinguirse a sí misma con aquel cabello cardado de los ochenta y aquella sonrisa angelical. El corazón le dio un vuelco. Recogió los otros pedazos de fotos que lucían esparcidos por el suelo. Tras un ligero vistazo, supo de cuándo eran. Recordaba perfectamente aquel día. Habían ido de excursión al faro. A su lado, apoyados ambos sobre un muro, estaba Marco, el chico más guapo del instituto. Durante muchos años había sido su amor platónico y aquel año habían empezado a salir juntos. No recordaba cuándo o por qué lo habían dejado, pero sí recordaba a la perfección aquellos ojos verdes que la habían hipnotizado.

Tras la sorpresa inicial, intentó buscar una explicación a aquellas fotografías tiradas a la basura más de veinte años después de haberlas hecho. Y, lo que era más intrigante… quién las había tirado. Estaba claro que tenía que ser alguien de aquel grupo. Y eran más de veinte. Echó un vistazo alrededor, por si veía alguna cara conocida en las inmediaciones, pero a esas horas de la noche, apenas quedaba nadie ya paseando por allí. Tenía que ser alguien que vivía en alguno de los portales cercanos al contenedor.

Los siguientes días se los pasó cual detective privado, al acecho, vigilando los tres portales próximos a los contenedores de basura. Uno de esos portales era el suyo. Quizá el dueño de esas fotografías viviese en su mismo edificio. Ella se acababa de mudar y aún no conocía a casi nadie, pero no había visto ningún nombre que le sonase en los buzones.

No tardó demasiado en localizar su objetivo. Cinco días más tarde lo vio. Marco salió del último portal. La frondosa cabellera negra que lucía en su juventud había dado paso a un pelo corto y mayormente gris. Pero la intensidad del verde de sus ojos no había disminuido. Sintió un cosquilleo en su estómago. Y no se atrevió a acercarse. Hizo falta una semana más para armarse de valor y abordarlo en la calle cuando salía del portal a las cuatro de la tarde, como cada día.

Marco la reconoció al momento. Eso era algo que a ella le daba pánico, que no la reconociese. Pero nada más verla le brindó un cálido abrazo. Incluso parecía alegrarse de verla. En pocos minutos se pusieron al día, como si no hubiese pasado el tiempo. La explicación a lo de las fotografías era sencilla. Había estado de reformas en el piso y había aprovechado para hacer limpieza y deshacerse de un montón de cosas inútiles que llevaba años acumulando. Aquellas viejas fotografías eran parte de esa criba. Las había revisado todas, sonriendo, pero ni siquiera sabía por qué las había guardado tantos años, si ni siquiera tenía ya relación con ninguna de aquellas personas.

Pero ahora eso había cambiado. Quién lo iba a decir… que una mudanza y una pequeña reforma acabarían haciendo resurgir un amor de juventud. Ahora los dos eran adultos, no tenían pareja, eran más maduros y sensatos, con sus arrugas y sus canas, pero volvían a sentir mariposas en el estómago. Aunque esas no se aprecian en las fotografías.

Barcos

Barcos óleo

 (Obra: Sin título. Óleo. Autora: Elsa Reyes)

Cada noche, antes de acostarse, observaba embelesado el cuadro de los barcos que tenía colgado al lado de la cama. Lo había pintado la tía Susi y se lo había regalado a él poco después de que su padre falleciese en aquel sonado naufragio. Le daba vergüenza confesarlo y se dejaría matar antes de admitirlo, pero le hablaba a aquel cuadro como si su padre estuviese en uno de los barcos. Le contaba sus penas y sus alegrías y hasta le pedía consejos.

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La colada

Lavandería

(Imagen de Pixabay)

Mientras dejaba la ropa lavándose en la nueva lavandería de la esquina, aprovechó para ir al supermercado a hacer algo de compra. Desde que habían abierto aquel local estilo americano en el barrio, la vida le resultaba más fácil. Ya no tenía que pelearse con los programas de la lavadora, que siempre parecían ir en contra de ella y de su tiempo. Ahorraba tiempo, dinero y quebraderos de cabeza.

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