Nada más salir del portal encendió un cigarrillo. Comprobó, con desánimo, que era el último que quedaba en la cajetilla. La arrugó entre sus dedos y se dirigió hacia el contenedor que había a escasos metros. A esas horas estaba ya a rebosar, esperando que el servicio de limpieza viniese a vaciarlo. Alrededor del pobre y destartalado receptáculo, se apilaban algunas bolsas, con parte del contenido vertido en el suelo. Algo llamó su atención. Entre lo que parecían restos de viejas fotografías rotas, Amaia recuperó un pequeño pedazo que hizo que un escalofrío le recorriese el cuerpo, a pesar de las altas temperaturas que todavía había a esas horas de un caluroso verano.
Se reconoció en aquel retazo de fotografía. A pesar de la mala calidad, podía distinguirse a sí misma con aquel cabello cardado de los ochenta y aquella sonrisa angelical. El corazón le dio un vuelco. Recogió los otros pedazos de fotos que lucían esparcidos por el suelo. Tras un ligero vistazo, supo de cuándo eran. Recordaba perfectamente aquel día. Habían ido de excursión al faro. A su lado, apoyados ambos sobre un muro, estaba Marco, el chico más guapo del instituto. Durante muchos años había sido su amor platónico y aquel año habían empezado a salir juntos. No recordaba cuándo o por qué lo habían dejado, pero sí recordaba a la perfección aquellos ojos verdes que la habían hipnotizado.
Tras la sorpresa inicial, intentó buscar una explicación a aquellas fotografías tiradas a la basura más de veinte años después de haberlas hecho. Y, lo que era más intrigante… quién las había tirado. Estaba claro que tenía que ser alguien de aquel grupo. Y eran más de veinte. Echó un vistazo alrededor, por si veía alguna cara conocida en las inmediaciones, pero a esas horas de la noche, apenas quedaba nadie ya paseando por allí. Tenía que ser alguien que vivía en alguno de los portales cercanos al contenedor.
Los siguientes días se los pasó cual detective privado, al acecho, vigilando los tres portales próximos a los contenedores de basura. Uno de esos portales era el suyo. Quizá el dueño de esas fotografías viviese en su mismo edificio. Ella se acababa de mudar y aún no conocía a casi nadie, pero no había visto ningún nombre que le sonase en los buzones.
No tardó demasiado en localizar su objetivo. Cinco días más tarde lo vio. Marco salió del último portal. La frondosa cabellera negra que lucía en su juventud había dado paso a un pelo corto y mayormente gris. Pero la intensidad del verde de sus ojos no había disminuido. Sintió un cosquilleo en su estómago. Y no se atrevió a acercarse. Hizo falta una semana más para armarse de valor y abordarlo en la calle cuando salía del portal a las cuatro de la tarde, como cada día.
Marco la reconoció al momento. Eso era algo que a ella le daba pánico, que no la reconociese. Pero nada más verla le brindó un cálido abrazo. Incluso parecía alegrarse de verla. En pocos minutos se pusieron al día, como si no hubiese pasado el tiempo. La explicación a lo de las fotografías era sencilla. Había estado de reformas en el piso y había aprovechado para hacer limpieza y deshacerse de un montón de cosas inútiles que llevaba años acumulando. Aquellas viejas fotografías eran parte de esa criba. Las había revisado todas, sonriendo, pero ni siquiera sabía por qué las había guardado tantos años, si ni siquiera tenía ya relación con ninguna de aquellas personas.
Pero ahora eso había cambiado. Quién lo iba a decir… que una mudanza y una pequeña reforma acabarían haciendo resurgir un amor de juventud. Ahora los dos eran adultos, no tenían pareja, eran más maduros y sensatos, con sus arrugas y sus canas, pero volvían a sentir mariposas en el estómago. Aunque esas no se aprecian en las fotografías.
Me encanta tu relato! Un abrazo querida amiga! ❤😘
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Gracias, Ely.
Besos
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Jajajaja, no he podido sentirme más identificada al leer «Quién lo iba a decir… que una mudanza y una pequeña reforma acabarían haciendo resurgir un amor de juventud.»
Mi frase favorita por lo real que llega a ser en infinidad de casos como el de este maravilloso post. Un abrazo Rosa. 😘
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Jajaja… Pues sí, quién lo iba a decir…
Un abrazo, Silvia
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