Tenemos que hablar

Bar antiguo

(Imagen de Pixabay)

 

Caminaba con las manos en los bolsillos del chaquetón y la cabeza agachada para protegerse de las embestidas del aire. Ráfagas de vientos huracanados desde primera hora de la mañana hacían de aquel sábado un día realmente desapacible.

Maldita la hora en que se le había ocurrido salir a pasear con el día que hacía. En ello pensaba cuando un pequeño trozo de papel salido de la nada alzó el vuelo con una de esas ráfagas traicioneras y se estampó contra su cara en uno de los pocos momentos en que había levantado la mirada del suelo. La hoja en cuestión le cubrió la parte superior del rostro, tapándole los ojos y haciéndole parar el paso durante unos segundos para no perder el equilibrio. 

Agarró el papel y antes de hacerlo bola para arrojarlo a una papelera, leyó lo que había escrito en él, con bolígrafo azul y letra clara, aunque empezaba a emborronarse por culpa de la reciente lluvia. «Tenemos que hablar. Te espero a las 7 en el Torcuato». 

El Torcuato era un antiguo bar con solera de la zona vieja. Aunque lo habían reformado recientemente, habían mantenido su aspecto antiguo, con sus mesas de mármol con patas de forja, grandes espejos antiguos y mucha madera tallada. Tenía mucho encanto. Le gustaba ese sitio y no se encontraba lejos de donde estaba en esos momentos. 

Miró el reloj. Eran las siete y cinco. Arrugó el papel y en lugar de tirarlo se lo guardó en el bolsillo mientras aceleraba el paso. Era buena hora para tomarse un carajillo y esa era una de las especialidades del Torcuato. 

Cuando llegó no había mucha gente. Era esa hora tonta, demasiado tarde para unos y demasiado pronto para otros. Se dirigió a la barra y pidió su carajillo, mientras observaba alrededor buscando al autor de la nota. 

En una de las mesas, cuatro hombres ruidosos jugaban una partida al mus acompañados de sus correspondientes copas de coñac o alguna de esas bebidas típicas de antes. En el extremo opuesto, tres jóvenes veinteañeros no paraban de fantasmear y reír a carcajadas, compitiendo en volumen con los jugadores de cartas. Cinco o seis personas más ocupaban el local a aquella hora. Y una llamó su atención. Tenía que ser la que había propuesto aquella cita, aunque no parecía que el objeto de la misma hubiese llegado aún.

Sola, sentada en la mesa del fondo miraba por la ventana con los ojos vidriosos y cansados. Parecía triste. Movía las piernas en una especie de tic que denotaba impaciencia. Y, cada dos por tres miraba el reloj. Ante ella, un botellín de cerveza a medias, al que de vez en cuando le daba un pequeño trago desganada. 

La observó con disimulo desde su taburete en la barra. Se acabó el carajillo y pidió una cerveza. Llevaba allí casi una hora y nadie había aparecido a sentarse a aquella mesa. Quizá no era ella la de la nota, pero él estaba seguro de que sí. Y estaba seguro también de que le habían dado plantón. 

A las ocho y diez no esperó más. Cogió la cerveza en la mano y con paso lento pero firme se aceró a la mesa de la mujer triste. ¿Está ocupada? – le preguntó, señalando la silla frente a ella, que por un momento salió de su estado semi-catatónico. Negó con la cabeza y siguió mirando por la ventana, hacia la noche tormentosa. Por el reflejo del cristal vio, sorprendida, que aquel hombre no se había llevado la silla, como ella pensaba que era lo que quería, sino que se sentó allí mismo, frente a ella. 

Él esperó pacientemente a que ella reaccionara. Cuando, con cara de pocos amigos, ella le preguntó qué demonios hacía, él se limitó a responder «si necesitas hablar, yo estoy aquí y te puedo escuchar»…  

 

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7 comentarios en “Tenemos que hablar

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